Las buscadoras son mujeres que perdieron a un ser querido “en el contexto y a razón del conflicto armado en Colombia”. Algunas buscadoras llevan más de cuatro décadas de una infructuosa búsqueda, no obstante llevan en su mente y en su alma el registro de los días, de las horas, de los minutos y de los segundos en que vieron por última vez a su hijo, esposo, compañero o familiar. En sus palabras, los buscan debajo de las piedras, en los rayos de sol perdidos entre la noche, en el parpadeo de las estrellas que se confunden con sus mismas lágrimas, en los caminos que recorren descalzas y con sus pies cubiertos de llagas y adoloridos. Para una de estas buscadoras y después de 1.157 días de desaparición de su hijo, son 1.157 noches en que imagina 1.157 formas de su muerte. El dolor no cesa, aumenta con los días, con los instantes, con la constante indiferencia de un Estado y de una sociedad que ignora la muerte como una forma de sobrevivir sin miedos y sin temores.
En el marco del Segundo Encuentro por la Verdad: “Reconocimiento a la persistencia de las mujeres y familiares que buscan personas desaparecidas”, llevado a efecto en la ciudad de San Juan de Pasto, los días 26, 27 y 28 de agosto de 2019, se escucharon las voces de valerosas mujeres que desafiando el poder establecido, la violencia, el miedo a los distintos actores armados y la indiferencia social se atrevieron a buscar a sus seres queridos en territorios inhóspitos y a “dormir en sitios donde nunca jamás se imaginaron”.
Fue aquí, en la ciudad de San Juan de Pasto, donde escuchamos la historia y el testimonio de la señora María Mancera, una madre de Villavicencio, campesina, pobre y actualmente integrante del grupo de teatro El Tente. “Hace 16 años y cinco meses” busca a su hijo Deyber Castaño Mancera, de 24 años, trabajador del campo y alegre como ninguno. Salió de su casa y nunca más regresó. Desde entonces se convirtió, como tantas otras madres, en una buscadora solitaria, en una “recorredora” de lugares y parajes. Al principio nadie la escuchaba, ni entidades, ni funcionarios, ni vecinos o amigos. La creían obsesionada por encontrar a un hijo que ya todos daban por muerto y del cual ya nadie esperaba su regreso. Pero, como ella lo dice, lo único que quería era saber dónde está enterrado, cómo había muerto y quién y por qué lo mataron. Dudas e interrogantes que carcomen hondamente su alma y que únicamente se apagarán en el preciso instante en que uno solo de sus huesos sea encontrado y enterrado dignamente.
Muchas buscadoras murieron en los caminos, en la soledad de su búsqueda, en la burla y la desidia de las entidades oficiales, en el silencio cómplice de amigos y conocidos. Otras se mantienen firmes a pesar de su edad, de sus enfermedades o de las persistentes amenazas de personajes violentos y siniestros. Estas mujeres apenas hoy empiezan a ser vistas y reconocidas, escuchadas y consoladas de su irreparable pérdida. En Colombia y según datos del Observatorio de Memoria y Conflicto del Centro Nacional de Memoria Histórica existen 83.036 casos de desaparición forzada. Datos oficiales que se quedan cortos ante las cientos de desapariciones no registradas o no contabilizadas en los registros oficiales.
Cada desaparición dejó una secuela en su sociedad, en su barrio, en su vereda, en su corregimiento, en la montaña o calle de cualquier ciudad de Colombia. El fin es generar miedo, terror y así obligar a un silencio que permite el actuar libre de los diferentes grupos armados que existen en nuestro país. Paramilitares, Ejercito, Guerrilla, delincuencia común y otros actores se disputan territorios, bajas y riquezas; en ese afán de avaricia y maldad son cientos de colombianos los que deben afrontar las secuelas de muerte, terror y desaparición forzada.
Doña María Mancera no se rinde, ni siquiera ante las evidencias o los inminentes riesgos para su propia vida. Teje memoria, escribe, hace poemas, pega fotografías, crea y hace teatro para recordarnos que los desaparecidos también existen, que ellos merecen el recuerdo de su gente y de su patria. No la vence la enfermedad, los años o las amenazas; únicamente sucumbirá cuando sus palabras se agoten o cuando las blancas y arrugadas hojas de su cuaderno se agoten en los cientos de poemas y palabras que diariamente escribe para su hijo desaparecido.
En memoria de ella, de su lucha valerosa y valiente, de las cientos de buscadoras que hoy se visibilizan gracias a los acuerdos de paz y la Comisión de la Verdad, miremos y escuchemos el testimonio de su trasegar por esta tierra colombiana y sirva como “un testimonio a la persistencia de las mujeres y familiares que buscan a personas dadas por desaparecidas”. Ella teje memoria, conserva intacto el recuerdo de su hijo para que sea un eco en la conciencia nacional, para que de una vez y por todas el Estado y la sociedad las miren y las vuelvan visibles en su lucha titánica y digna. Sus pasos son el camino por donde transitará la anhelada paz. Mientras existan buscadoras prevalecerá la Verdad, oculta y silente; pero enhiesta y con una enorme sed de justicia, paz y reconciliación.