-Que hablen los muertos y que confiesen los vivos-
Los grandes titulares de la prensa empiezan a teñirse de negro para señalarnos caminos de sangre. La JEP nos permite conocer en detalles de dolor y lágrimas las aterradoras confesiones de exmilitares que participaron en el asesinato de miles de jóvenes colombianos, cuyo único delito consistió en ser desempleados en busca de una oportunidad laboral.
Se empieza a conocer detalles ineditos de esta masacre que se nos presentó como bajas de una guerra o de un conflicto interno, según la óptica con que se mire este triste episodio de nuestra historia.
https://www.eltiempo.com/justicia/jep-colombia/jep-falsos-positivos-siga-en-vivo-audiencia-de-militares-en-catatumbo-668090
De acuerdo a informes de entidades de justicia, en Colombia fueron 6402 jóvenes asesinados por integrantes del ejército colombiano; contactados con el engaño de un trabajo que les permita la consecución de algunos recursos para mitigar su hambre y solventar necesidades básicas en sus humildes hogares.
Jóvenes contactados en pueblos en casi todos los departamentos de Colombia, pobres, desempleados, humildes, ingenuos, inocentes y vulnerables a ofertas de trabajo que resultaron ser su propia sepultura.
Discapacitados, enfermos, con problemas de diversa índole y en situación de necesidad que facilitó a sus verdugos transportarlos hasta sitios distantes a su residencia para luego presentarlos como bajas en enfrentamientos con la guerrilla. A cambio recibían dádivas económicas, días de asueto y recompensas pagadas con dinero de los colombianos.
Los noticieros presentaban imágenes de cientos de guerrilleros muertos en combate, cubiertos con bolsas negras, tirados inmisericordemente entre estiércol, sangre y lodo. La falsa percepción de seguridad colmó a los colombianos de una permisividad convirtiéndonos en cómplices de un episodio de muerte y terror.
Hoy, gracias a la JEP, se conocen pormenores de un modus operandi que nos debe cubrir de vergüenza y reflexión. Cientos de madres lloraron a sus hijos muertos, disfrazados de combatientes, con botas nuevas y al revés, como testimonio de una masacre que no tuvo reparos en acabar con la triste humanidad de unos muchachos escuálidos e inocentes, que en su vida jamás habían tocado o manipulado un arma y mucho menos levantarse contra las fuerzas institucionales.
Ante su confesion nos obliga el terror y la compasión a elevar una oración por su descanso y una plegaria por sus asesinos. A brindar de alguna manera una paz para las víctimas y conmiseración para los victimarios, que actuaron movidos por la falsa percepción de servir a su patria y a los colombianos.
En medio de esta atrocidad y haciendo acopio de nuestros mejores esfuerzos y deseos abogamos para que Colombia encuentre un nuevo derrotero de justicia y paz. Un perdón para los verdugos y una verdadera paz para los familiares de estos muchachos que fueron víctimas de un Estado intolerante y de una sociedad indolente.
La JEP nos ofrece un camino de reconciliación en medio de un escenario doloroso y vergonzoso. Una invitación contundente a deponer odios y venganzas que se convierten en un espiral de la misma tragedia. No es fácil, pero es la única lección viable que podemos aceptar.
Los colombianos tenemos la obligación de entender que es únicamente en la democracia y la civilidad donde encontraremos esa reconciliación que tanto anhelamos. No es la guerra o la muerte el escenario propicio que nos permitirá abrazarnos en esa búsqueda permanente de la paz y la concordia.
Que hablen los verdugos, que perdonen las víctimas. Ecuación nada fácil, pero el inexorable teorema que nos facilitará reencontrar ese camino extraviado entre malezas de sangre y llanto.
Rodeamos a la JEP y valoramos los acuerdos de paz que nos han permitido una nueva mirada transicional entre un pasado doloroso y un futuro promisorio.