Llegó a Chile en 1998 y rápidamente empezó a hacer lo que sabe: construir su propio mito. Adicto a la cocaína por décadas, supuesto amigo de truhanes y delincuentes, partidario de todos los excesos y todas las angustias, Enrique Symns sedujo a intelectuales y rockeros –usando al bar Liguria como centro de operaciones– y al poco tiempo ya tenía gente que se preocupaba por él y lo ayudaba a cubrir sus escasas pero particulares necesidades. Tampoco había llegado como un don nadie. En Argentina había fundado y editado la mítica revista under Cerdos & Peces, era amigo de casi todos los rockeros –muchos lo invitaban a sus conciertos a hacer monólogos– y, por cierto, no escribía mal.
En este contexto se integró a The Clinic, cuya sala de redacción no era por entonces la abstemia oficina de profesionales que es ahora. Después de un período virtuoso, la proporción entre el trabajo que aportaba y los problemas que generaba fue cada vez menos feliz y su relación con el equipo se quebró. Symns amenazó con encadenarse a las puertas de la revista y citar a una conferencia de prensa. Finalmente, aceptó una indemnización para no hacer más lío y a los pocos meses dio una entrevista a El Mercurio “confesando” que todo en The Clinic era mentira, que él había creado todos los suplementos y que el dueño secreto de la empresa era un ministro del gobierno de Lagos.
Cada vez más solo a medida que agotaba paciencias, Symns siguió colaborando en Las Últimas Noticias, hizo algo de tele, escribió biografías de Los Tres y Jorge González –que ellos le encargaron, y donde no hizo otra cosa que destruirlos– hasta que un mal día del año 2003, en la miseria, se volvió a Buenos Aires. Hoy vive en una pensión del barrio Constitución, conocido en la ciudad por sus putas, dealers y maleantes. Nos cita al mediodía en el muy poco bohemio restorán La Casona de Jesús, que le queda a una cuadra. “¿Hay una casona de Jesús en Constitución? Mamita querida”, bromea el taxista.
Un Enrique Symns mucho más gentil y cándido que su personaje público de hace 15 años espera en la mesa del fondo, con su bastón apoyado en la ventana que da a la calle. Aunque parecía viejo mucho antes de serlo, se lo ve débil, y no es para menos. Recién ayer salió de una internación de urgencia que lo tuvo 24 horas sufriendo horrores indecibles en el lugar que más odia y que más ha visitado en los últimos años: el hospital. Primero tuvo un accidente cerebro vascular. También es diabético y se cuida poco. “Te estás muriendo”, le dijo un amigo hace cuatro años y lo mandó a la clínica. Llegó con 800 de glucosa. “Me estoy muriendo”, se quejaba por el teléfono el día anterior a esta entrevista, insistiendo en realizarla de todos modos.
–Me duele mucho –se queja ahora, sin entrar en detalles–. No debería haber venido, pero me tentó volver al Clinic. Ya que llegaste atrasado, ¿por qué no me vas a comprar el Clarín y unos cigarrillos?
Cumplo con el pedido aunque parece incierto que Symns esté en condiciones de fumarse esos cigarrillos. Pide una omelette que apenas probará y se dispone a responder preguntas en un tono de lamento ininterrumpido. Da la impresión de que lo hubiera perdido todo, menos el arte de ser Enrique Symns.
En Chile quedaron muchos recuerdos de tu paso, pero nadie te siguió la pista. ¿Qué pasó contigo después?
Volví a Buenos Aires muy frustrado, hecho mierda. Y acá me encontré no con Buenos Aires sino con Corea. Yo me había ido al final del menemismo y volví en el 2003, a un año y pico del corralito y la crisis… Otro país. Estaban los piqueteros, piquetes por toda la ciudad, no podías andar por ningún lado. Y había un fenómeno nuevo: los que viven de revolver la basura, pero que ya estaban organizados, tenían trenes para ellos… A la noche la ciudad era basura y gente furiosa. Y nadie me conocía ni se acordaba de mí, así que anduve de mendigo. Estuve durmiendo en las calles, en los zaguanes, en trenes, en plazas. Vencido, sintiéndome responsable de todo lo que me había pasado, de mis errores en Chile… A pesar de que considero que Chile es un país traidor. Hay tres países malditos en Latinoamérica: Argentina, Chile y Uruguay. Ninguno de ellos es América. Uruguay es Suiza, ustedes Inglaterra y nosotros Francia. En Brasil vos vas por la calle y si alguien a las siete de la mañana te pide diez pesos para tomarse un trago, se los das, no lo mandás a Alcohólicos Anónimos como acá. Pero de los tres países, Chile es el peor.
¿Por qué?
Es muy traidor. Además muy machista. Y nos odian mucho, no nos quieren. Excepto el chileno que ha viajado. El chileno que yo conocí en Holanda o en España, por el exilio, era aventurero, ya estaba hecho por el mundo. Pero el chileno nacionalista, el que mamó la patria… Bueno, volví acá, hasta que estando tirado en una calle –me había hecho alcohólico, por supuesto– pasó una mina de Rolling Stone, me reconoció ahí tirado y me pidió si podía entrevistarme. Y la entrevista de Rolling Stone me hizo famoso, porque era Enrique Symns al máximo, ¿no? Parecía que a mí me gustaba estar en esa situación, que yo había querido terminar así. Y lentamente empecé a volver. Empecé a escribir mejor que antes todavía, en el último lamparazo de la lucidez cocainómana. Me puse a escribir en el diario Crítica, de Lanata, unas notas extraordinarias. Escribí en MaviRock, en Rolling Stone, publiqué el libro El señor de los venenos (2004), que es mi mayor éxito, tiene seis ediciones vendidas. Y después escribí cuatro más. Son best seller underground, vendo todas las ediciones rápidamente. Ahora estoy escribiendo el sexto, que se llama La nieve del tiempo y es sobre la vejez. Porque fui volviendo pero al mismo tiempo me llegó la vejez. Las enfermedades, la diabetes. La verdad es que yo me morí. Eso fue lo que pasó conmigo en este tiempo: me morí.
¿Cómo fue eso?
Es que empecé a viajar por todo el país tomando cocaína, hecho mierda, siempre con cocaína. Hasta que me dio un ACV en un bosque de Bariloche, a 40 kilómetros de la ciudad. Estaba con unos amigos y quedé paralizado del lado izquierdo, “le, le, le” [se imita en ese estado]. Me subieron a un auto, me llevaron a un hospital, yo pedía que me mataran, que me dieran un revólver para suicidarme. Y cuando llego al hospital y entro a la enfermería, se me pasa. Duró veinte minutos. Igual no me dejaron salir del hospital, me atraparon, me hicieron de todo. Al final me dijeron que estaba perfecto. Pero después del ACV cambió todo. Ya dejé de tomar cocaína, me asusté. Aparte la cocaína ya no pegaba como antes.
¿Cómo era antes?
A mí siempre me dio inteligencia. Mucha inteligencia. Al punto que llegué a creer que no podía hacer nada sin la cocaína. Pero fue pasando lo que te digo. Viví en muchas partes. Viví en Bariloche, viví mucho tiempo en El Bolsón, en Mar del Plata viví tres años… Y ahora me mudé acá a una pensión de mierda, porque estoy pobre. Y estoy soportando la vida. Soportando el peso del tiempo, que es una trampa fatal de la que nadie se puede escapar.
¿Cómo te llegó la vejez?
Sola, me di cuenta que estaba viejo. Pero seguía tomando merca… Me acuerdo que a los 61 años estaba haciendo un programa de radio muy famoso, que se llamaba “El falso impostor”, y la noche anterior me había cogido a una peruana de 16 años, le había echado como cinco polvos, con cocaína, éxtasis, todo, y lo festejé por radio. En ese programa se podía decir de todo, además la minoría de edad no estaban tan perseguida como ahora. Pero seguía muy estimulado porque la merca me excitaba sexualmente, ya había pasado a su peor etapa, como explica Freud, que es la etapa sexual y la etapa de violencia. Andaba armado, con lo que volví a mi juventud, cuando fui pistolero. Entre paréntesis, planeé muchas veces matar a… a tu jefe.
¿A Pato Fernández?
Sí.
¿De verdad?
Sí, de verdad. Y no lo maté porque pensé en las consecuencias para mí, no por él.
¿Para no ir preso?
Sí, además en Chile. Matar a un personaje como él me podía salir muy caro. Pero allá tenía muchos amigos pistoleros, ex guerrilleros que se habían hecho ladrones, y ya se lo había encargado a uno, pero no le había dicho quién era. Menos mal. Ya estaría muerto.
Bueno, me contabas que los 61 seguías excitado y tomando coca…
Y cuando tenía 63, me agarró el ACV. Ahí cambió todo. Cambió mi erotismo, se perdió para siempre. También perdí uno de los incentivos para escribir, que era la cocaína con el alcohol.
Y empezaste a alternar bares con hospitales.
Eso fue lo peor. En los últimos seis años, desde el ACV, estuve internado en: hospital de Bariloche, hospital de El Bolsón, hospital de Azul, hospital de Olavarría, hospital de Mar del Plata, hospital Udaondo, de acá, hospital Argerich, ayer. Estoy escribiendo sobre los hospitales, no solamente lo mío, sino lo que veo. Es horrible.
¿Tu pesimismo es el de siempre o ahora es mayor?
El pesimismo con los años sólo puede crecer, ha engordado. Hay dos teorías grandes sobre la vida: la única verdadera es la pesimista. El optimismo es un disfraz del miedo, del fracaso. ¿Quién puede ser optimista? Un mentiroso. Desde el momento en que vos sabés que existe la muerte, no te queda más remedio que ser pesimista.
¿Asumir eso no es también empezar a exagerarlo? Ayer leí un texto tuyo que terminaba diciendo: “Seguir pegado a ese dolor imaginario que uno mismo ha creado”.
Lo que pasa es que con el tiempo comprendí algo que siempre supe pero no lo aplicaba a mí: que uno es responsable de todo lo que le pasa. Inclusive la víctima de una violación. Algo hiciste: caminaste por la calle errada, algo hiciste. Yo en Chile me equivoqué mucho. Sobre todo el mayor error de mi vida, la cocaína.
Fue un error.
No, jeje. Pero si pudiera no haberla probado, por ahí no sé. Tome treinta años, todos los días. En Chile encima era buena.
Entonces, ¿calculaste mal o elegiste tus dolores?
No, uno no elige nada, “todo te sucede como la lluvia”, decía alguien. Pero uno se pone en determinado lugar del maldito tren arrollador del destino, y yo me he puesto en el lugar equivocado. A pesar de que he tenido una vida muy placentera. He viajado por todo el mundo, he sido ladrón, le he disparado a personas –pero no las maté–, he tenido más de 500 amantes, me di el gusto de ser lo que quería: ser periodista, actor callejero, escritor de libros. Pero como dijo Maradona cuando era el hombre más famoso del mundo después del Papa, los laureles conseguidos no sirven para nada. No hay consuelo en el pasado.
¿Crees en tener una moral propia, o no hay moral posible?
Yo no creo en la moral, creo en la ética. La moral, como dijo Freud, es la más repugnante de las perversiones sexuales, porque no hace nada. La ética es distinta porque es solidaria: evitas hacer algo porque no quieres hacer daño. Yo no tengo moral. Bueno, tengo sí la estupidez de los principios que todo ser humano lleva en el código genético y que puso allí el maldito Dios o el arquitecto de mierda o la nada.