La crisis no sólo afecta el bolsillo. También obnubila el cerebro.
El otro día, conversando con un conocido que tiene una empresa pequeña, de unos 30 empleados, hablábamos del tema universal en estos días: la crisis y cómo nos afectará a los argentinos.
Yo le comentaba que en Trelew -la ciudad donde ambos vivimos- no me parecía que la tal crisis hubiera perturbado demasiado a los que siempre tuvieron plata, al menos todavía. Mi “sensación”, palabra que ha sido tan abusada que está a punto de convertirse en sinónimo de eufemismo, es –le decía- que lo que existe aquí es una especie de “psicosis de la crisis”, que si bien asusta y mucho a los empresarios, no tiene su reflejo en una realidad concreta que sea demasiado distinta de otras épocas en las que hubo que apretarse un poco el cinturón.
Vamos, que no es que haya desaparecido el dinero, sino que se encuentra bien guardado en múltiples bolsillos, cajas de seguridad y/o de zapatos, de los que él posee varios pares. Y que hasta ahora los que más se quejan lo hacen de llenos y en todo caso porque han postergado la compra del 0 Km., porque los que no están (y nunca estuvieron) llenos no se quejan sino que siguen –como siempre- buscándose la diaria como mejor pueden y a la crisis no le dan ni pelota, tal vez por falta de tiempo.
No diría que estuvo de acuerdo, pero tuvo la gentileza de reconocerme que hasta cierto punto eso era bastante cierto, pero que él creía que existía la posibilidad de que se pusiera peor.
Y agregó: “De todas formas, siempre los perjudicados vamos a ser los empresarios chicos, así que yo ya tengo pensado que, si bajan las ganancias por debajo de un cierto límite, tengo que despedir alguna gente. Y si no, cierro y listo”.
“¡Carajo! -le contesté- ¿No la vas a pelear? ¿Vas a rajar a tu gente así nomás? Algunos eran empleados de tu viejo”.
“Si, bueno –me dijo- no te creas que no me importa, pero yo no voy a perder guita. Yo esta crisis no la causé, y no voy a quedar en la lona si la empresa empieza a andar mal”.
Tengamos en claro que este pequeño empresario viene de varios años florecientes, durante los que logró forrarse concienzudamente*.
Por supuesto, se lo dije. Pero no pareció entrar en su pensamiento. Asombrado, me respondió: “¿Y eso qué tiene que ver? Esa plata es mía, no la voy a poner en la empresa para perderla”.
Y aquí viene el asunto central, porque descubrí que uno –cualquier “uno”- puede ser un brillante empresario, pero eso no implica que pueda razonar coherentemente. Le expliqué que las recesiones se superan con consumo. Que pensara que, si él razonaba así y despedía personal, posiblemente colaboraría en convertir su preocupación en una “profecía autocumplida”, ya que el mercado en este desangelado mundo capitalista es una cadena de venta y compra interligada que, si se rompe, también explota.
No me entendió, así que la hice más simple: “Mirá, vos despedís a 10, eso no parece mucho y tus ventas no bajan. Pero después una empresa de 2.000 despide a 500, y tus ventas (Trelew tiene 100.000 habitantes) empiezan a bajar. Entonces vos despedís otros 10, y otra compañía raja a 300, y otra a 200 y vos terminás cerrando tu boliche. ¿Entendés?”
Por supuesto, ahí si comprendió rápidamente. Satisfecho, supuse que había contribuido a preservar la fuente de laburo de 30 tipos, y además –mucho más importante- había aportado mi gotita de agua en la copa semi vacía de la resistencia contra la depresión económica.
Cuando nos despedimos, le pregunté finalmente qué planeaba para sostener su pujante empresita.
“Ya te dije –me contestó- si la cosa se pone jodida, primero rajo a algunos -pagándoles todo, eso si-, y si se pone peor, cierro. No voy a arriesgar mi propia guita. Que esto lo arregle otro, no es mi culpa”.
Margaritas a los chanchos.
Usted me dirá: “¡Qué tipo hijo de perra!”. Y sin embargo, es un chabón muy querido en la ciudad, porque siempre se comportó como “buena gente”.
La crisis no es solamente económica. Los cerebros también se arrugan como pasas por falta de irrigación.
¿Sabe lo que más me molesta? Que posiblemente en unos meses, cuando nos veamos de nuevo, el tipo me diga: “Cerré la empresa justo antes de perder plata. ¿Viste que yo tenía razón?”
Enrique Gil Ibarra