Era un día de varano cualquiera. El sol nos pagaba en la cara al caminar y la ciudad estaba en constante movimiento. Los autos iban y venían, la gente corría tras los carritos del super como ahogándose en los mares, las tiendas seguían fabricando mediocridad y fotos de mentira. Las librerías entregadas a la desazón y al disgusto de algunos pocos. Y ahí, los libros, aburridos de no parpadear (ni despertar). Los callejeros seguían contando vida, y Jorgito, el cuidacoche, tenía una remera de los Rolling.
Pasó una motito, de esas que tienen una luz grande, dos espejos como cuernos andantes y una especie acrílico protector. Me recuerdan a las mamushkas, gorditas, retaconas y coloridas hasta las ruedas (si tuviera que elegir una, optaría por la amarilla,mamá siempre dice que el amarillo trae suerte).
-¡Angieeeee!-grita una voz fuerte pero aniñada.
(Levanto la cabeza, con una sonrisa de cuarta, de acuariana cordial)
-Ahhhh,Maru! ¿Cómo va? ¡Tanto tiempo! ¿Estás acá? (preguntas boludas siempre fieles a la raza humana, sí señor!).
- ¡Sí,sí! ¿Cuándo nos juntamos…?
El semáforo se verdusquea y nos despedimos sin un adiós.
Eran las 18: 49 y ya estábamos llegando a la plaza. Íbamos de la mano cargados de juguetes. El buggy infaltable por un lado, el adorado baldecito playero y todos sus artefactos por el otro, la pala mecánica verde como el pasto (regalo de la tía Yasmín) y el camión amarillo, con ruedas de cartón y techo rotoso, pero camión al fin.
-¡Pronto, listo, ya!
Dijo el enano y corrimos hasta el arenero que estaba a una cuadra. Ganó él, claro. La mamás siempre sonreímos y simulamos esforzarnos, pero los dejamos ganar y usar esos “superpoderes” “que llegan a los tres años.
Nos metimos al arenero y jugamos hasta jugarnos de verdad. Santino se tiró del toboggán 321 veces, por las escalerita y por la otra parte (esa que sirve para destilarse). Se cayó de cabeza y se rasponeó la rodilla. Jugó conmigo y con los amigos, jugamos todos. Hicimos muchas casas de arena, con las manitos les dimos formas y decoramos con hojas, ramitas y piedritas perdidas por el lugar. Recordamos a Batman y desarmamos los castillos; llamamos Spiderman para recostruírlos. Usamos nuestros superpoderes y nos convertimos en los piratas del caribe más fuertes del mundo mundial. No éramos Jacke, ni buscábamos un cofre, no buscábamos monedas de oro ni un tesoro. No pensábamos. El tiempo había pasado y la oscuridad de la noche estaba haciendo acuerdo con el cielo. Estábamos jugando.
Tic tac, la hora pasaba y cada vez tenía que inclinar más la cabeza hacia arriba para encontrar la luna llena de esa noche. Santino hablaba en su idioma, jugaba, se retorcía entre la arena, sonreía con los amigos y peleaba. ¡Sí, peleaba! Como pelean todos los niños (recordé en ese momento una mamá que el otro día en el control decía: “…mi hijo no pelea” como protegiéndolo de toda acusación externa o simulando tal protección). NO ESTÁ MAL QUE LOS NIÑOS PELEEN. No viejo! Dejalos pelear, que discutan, que sepan plantear sus intereses, que revistan sus linfocitos de palabras y argumenten ,que autodescubran su propia defensa y que su famoso y tan codiciado sistema inmunológico saque la bandera. Que la pícara aventura que utilizan para no querer prestar algo la transpongan a la de argumentar por qué no quiero que este niño me lleve algo. No soy defensora del fomento del egoísmo ni de la violencia, pero ¡DÉJELO SER! , señor y señora.
Soluciónalo solito, mamá, papá o quién sea va a estar ,pero ¡descubrite mi cielo! Tomá tus herramientas, destapá y déjate caer el velo protector, maternal, social y cultural. La protección insignificante es cultural. Volá, dejalo volar y volate vos como madre o padre de un lugar que no es tu lugar. Guiar sí, brindar herramientas no. Las herramientas están, ayudalo a descubrirlas y utilizarlas para su defensa y bienestar propio, pero DEJALO SER.
Después de 30 minutos de llamados hacia la criaturita, logramos tomar camino hacia nuestro ácido y húmedo barrio.
Camino andando, me hipnotiza tontamente una foto más de aquella tarde de juego.
Recuerdo dejavuseadamente una niña que correteando por el parque, se sonreía tiernamente.
-Vení, Julieta. Te vas a caer.-dijo la mamá.
-Tené cuidado. Ahí no. Eso no se toca-añadió el papá.
La niña se quedó intacta. No dijo nada. Subió la escalerita y se tiró del toboggán, mientras los brazos de papá Hércules la esperaban enamoradamente a finalizar el desliz limpio y perfumado.
Francisca había jugado toda la tarde, estaba sucia y con poco de arena en la boca. Subió el toboggán al revés y me dijo:
-Mirá. Me voy a trepar por aquí para alcanzar la luna.