Hemos aprendido desde pequeños que el sentimentalismo (el hábito de sentir a flor de piel las emociones y mostrarlas en público) era propio de personas débiles, inmaduras o con déficit de autocontrol.
Además, se ha extendido en nuestro imaginario colectivo el lugar común, machista como pocos, de que plasmar ciertas emociones -como el llanto- pertenece al ámbito de lo femenino.