A menudo, un teléfono celular va a terminar en el bote de la basura con menos de ocho meses de uso, o una impresora nueva sólo durará un año. En 2005, más de 100 millones de teléfonos celulares fueron desechados solamente en los Estados Unidos. Un CPU de computadora, que en 1990 duraba cuando menos siete años, ahora tiene una duración media de solamente dos años. Los teléfonos celulares, computadoras, televisores, cámaras fotográficas caen en desuso y se descartan con una velocidad aterradora. ¡Bienvenido al mundo de la obsolescencia programada!
En la sociedad de consumo, las estrategias de publicidad y la obsolescencia programada mantienen los consumidores atrapados en una especie de trampa silenciosa, un modelo de crecimiento económico basado en la aceleración del ciclo de acumulación de capital (producción-consumo-más producción). Mészáros (1989, p.88) dice que vivimos en una sociedad desechable que se basa en la “tasa de uso decreciente de los bienes y servicios producidos”, es decir, el capitalismo no procura la producción de bienes durables y reutilizables. La publicidad es el instrumento central en la sociedad de consumo y una gran motivación para nuestras elecciones, ya que generalmente es a través de ella que se presentan los productos por los que pasamos a sentir necesidad. La función de la publicidad es persuadir convenciendo de un consumo dirigido. Para aumentar las ventas, trabajan duro para convencer a los consumidores de la necesidad de productos superfluos. Es lo que Bauman (2008) llama “la economía del engaño“. Para Latouche (2009, p.18), “la publicidad nos hace desear lo que tenemos y despreciar aquello que ya disfrutamos. Ella crea y recrea la insatisfacción y la tensión del deseo frustrado”.