El viajero iba de ciudad en ciudad y de cada una aprendía nuevas formas de conocer el mundo. Siempre respetando las costumbres de cada aldea y pueblo que visitaba, el viajero proseguía contento, intentando descubrir para sí, dónde se hallaba la felicidad.
Así un día, en una aldea supo de un hombre que era feliz. Indagó dónde vivía y se fue hasta él, preguntándole con humildad, si realmente era feliz y cómo lo había conseguido. Cuando le conoció, cuál fue su sorpresa cuando supo que sólo veía por un ojo. Pero pronto lo entendió, cuando el hombre le explicó que sólo tenía un ojo, y por él sólo veía las cosas bonitas y positivas, y jamás ninguna fea y negativa, porque le faltaba el otro ojo. Esa era la razón de su felicidad.
Asombrado el viajero continuó su viaje. Casi se le había olvidado la historia de aquel hombre feliz, cuando llegó a otra aldea donde de nuevo le contaron que existía un hombre feliz. Como la vez anterior, el viajero llegó ante él y le preguntó cómo logró la felicidad. El hombre le sonrió y le explicó que él sólo oía por un oído, sin embargo por ese oído sólo escuchaba alegría, paz y sosiego. Por eso era feliz.
El viajero continuó igual de asombrado que la primera vez. Por más vueltas que lo daba, no acababa de entender.
Y así se resignó a ser sólo un hombre medio feliz, por ver por los dos ojos y oír por los dos oídos.
En una ocasión, el viajero contaba esta historia en una lejana aldea. En el silencio de todos, cuando acabó su relato, un niño de apenas cuatro años exclamó:
- Pues qué tonto, porque yo hubiera sido el doble de feliz.