En los últimos 15 años, Denis Luiz de Souza, sin salir del aeropuerto de Guarulhos, en São Paulo, ha visto a Brasil cambiar tres veces de presidente y al Corinthians ganar una Copa Libertadores, dos Copas de Brasil, dos Mundiales de clubes y dos Ligas. Este hombre corpulento con aspecto de adolescente acaba de cumplir 32 años y lleva desde el año 2000 viviendo en los pasillos de este aeropuerto internacional, adonde, huérfano, llegó una mañana en autobús, tras la enésima bronca con su madrastra. Desde entonces sobrevive de la caridad y de hacer recados a los trabajadores a cambio de calderilla. Todos le conocen a él y él conoce a todos.
Denis es afable y sonríe mucho. Pero es difícil entender lo que pasa por su cabeza. Sus frases son cortas, incompletas, no distingue la diferencia entre un mes y una semana. No sabe leer aunque se pasea casi siempre con un periódico bajo el brazo. No conoce nada de lo que ocurre fuera del aeropuerto excepto las hazañas y decepciones del Corinthians, su equipo del alma. Hay quien apunta que los supuestos malos tratos infligidos por su madrastra le hayan dejado secuelas psicológicas, pero nadie lo sabe con certeza: los servicios sociales del Ayuntamiento de Guarulhos jamás se han preocupado. Él dice que no va al médico desde que era un niño. Flavio Faria, que trabaja en una aseguradora en el aeropuerto desde hace 20 años y que le conoce bien, matiza: “Necesita tratamiento psicológico o psiquiátrico. Vive en su mundo, pero necesita un diagnóstico y que alguien lo cuide”.
Conoce cada esquina del aeropuerto. Cada detalle de cada tienda. Los trabajadores le preparan comida, lavan la ropa y comparten la que traen de sus casas. Denis guarda sus pocas pertenencias en las cabinas de teléfono de la tienda de la telefónica Vivo, donde sus dos dependientas hacen de madrinas. A cambio de unas pocas monedas a uno le paga la factura de la luz, al otro le despacha un billete de lotería y a otro le guarda la cola de la farmacia.
Su dieta se basa en arroz y frijoles, el plato brasileño por excelencia, y con suerte un café con leche de siete reales, cortesía del McDonald’s. Tomar una ducha en el aeropuerto es un lujo de 47 reales que Denis solo puede permitirse los sábados. “A mí me gustaría tener una casa, con una habitación que molase, salir de esta vida estaría bien”, razona. “Pero aquí estoy tranquilo”, añade. Cada Navidad un comandante le paga una noche de hotel para que duerma en una cama y se bañe en condiciones.
Nadie puede echarle del aeropuerto, un lugar, después de todo, público, cálido, seguro y que funciona las 24 horas del día. Así, si se cumplen ciertas reglas básicas de convivencia, uno puede convertirse en invisible. Incluso durante 15 años.
Ya de madrugada, cuando despegan los últimos vuelos transoceánicos, Denis parece quedarse solo y se decide a irse a dormir. La cama es siempre la misma, compuesta de un lecho de tres asientos sin apoyabrazos en la sala de espera de la terminal 2, una manta azul y una desgastada almohada de flores.
Duerme sin planes, sueña con una casa de verdad, pero no imagina ni sabe cómo conseguirla. A sus amigos del aeropuerto les gustaría que tuviese una vida más normal, pero son conscientes de que tardó tanto tiempo en construir algo parecido a un hogar que temen que la hostilidad del mundo real de ahí afuera le venga grande. “Necesitaría un hogar, pero yo creo que no saldrá de aquí, ¿sabes? Creo que tiene miedo de irse y de no poder volver después”, afirma la más joven de las empleadas de la tienda de teléfonos donde guarda cada mañana la manta y la almohada.
Fuente:
http://internacional.elpais.com/internacional/2015/05/18/actualidad/1431970403_477260.html?ref=rss&format=simple&link=link&utm_medium=twitter&utm_source=twitterfeed